REVISTA ESPAÑOLA DE

Vol. 36, n.º 2, 200
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ARTÍCULO
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Carta a los patólogos más jóvenes en el siglo XXI

José María Vera-Román

Hospital General de Castellón. vera_jos@gva.es

Cuando fui joven, las montañas eran montañas, los árboles eran árboles y los ríos, ríos...
Cuando fui menos joven, las montañas dejaron de ser montañas, los árboles, árboles, y los ríos, ríos...
Y cuando fui anciano, las montañas fueron montañas, los árboles, árboles, y los ríos, ríos...

PENSAMIENTO, MUY POSIBLEMENTE ORIENTAL

   

En el seno de las disciplinas del saber humano siempre han surgido voces que gustan compartir sus reflexiones sobre la materia, generalmente valiéndose de la perspectiva histórica. En el siglo XIX, Virchow (1849) (1) nos llama a ello (aunque algo exagerado, a mi entender): «la Medicina necesita más que ninguna otra ciencia del saber histórico...»; exagerado, porque no sólo la Medicina necesita de tal saber: ¿por qué no el análisis histórico de la caída del Imperio Romano puede ser tan necesario o más para otro Imperio de la actualidad? A finales del siglo XX (1997), Rosai lidera un destacado grupo de patólogos que ofrecen fundamentales relatos históricos de nuestra disciplina en la transición de los siglos XIX al XX (2). Modestamente, en 1982 ofrecí unas reflexiones sobre la coyuntura profesional que atravesábamos en nuestra revista (3). Entrados en el nuevo siglo, me gustaría compartir con todos vosotros nuevas observaciones de la actualidad y del pasado, con el ánimo de insistir en lo que parece ser válido y de soslayar lo que no parece serlo.

¿Hace el nombre al oficio, o el oficio al nombre? ¿Anatomopatólogo o patólogo? Del estudio de la enfermedad sobre su sustrato anatómico deriva «anatomo-patólogo». De la interpretación de la función y la forma alteradas entienden los «patólogos». Intencionadamente, dejo de momento los argumentos históricos en favor de una u otra denominación. En nuestra Sociedad, el tema ha sido tratado por Anaya (4); y el consenso, tras una encuesta formulada por Puras (5), es que nos llamemos «patólogos». Y sobre ¿cuál es nuestra parcela médica?, parece estar bien entendido al comienzo de este siglo, pero no estoy tan seguro para cuando termine (aunque, «yo ya no estaré»(!))

Murphy (6) nos alerta de la evolución que se está operando de ser un consultor para los clínicos —cuando interpretamos una imagen patológica— a ser más un especialista en información; es decir, saber en mayor profundidad, pero de parcelas más pequeñas. Dan que pensar sus palabras: «en vez de ser alabados colectivamente como expertos (los patólogos), más se nos reconoce por nuestras discrepancias interpretativas». Quién esté más interesado por estas u otras idiosincrasias nuestras puede revisar la bibliografía del artículo (6).

La biopsia o el arte de diagnosticar. La cualificación de una enfermedad en un pequeño trozo de tejido del paciente vivo es tomada por muchos como la máxima expresión de nuestro oficio. No siempre fue así. De hecho, la escuela alemana de patología la llamaba despectivamente «stückchen-pathologie» (la patología de los pequeños fragmentos). Aunque, dos eminentes ginecólogos alemanes (Kwisch y von Rotterace) recomiendan en 1847 el estudio microscópico del material obtenido por legrado (7).

La surgical pathology, en bastante medida con el espíritu con que la practicamos hoy día, surge de las manos de un selecto grupo de cirujanos americanos a finales del siglo XIX: algunos cirujanos y ginecólogos habiendo sido expuestos a la pujante escuela anatomista y microscopista alemana, sienten la necesidad de avalar microscópicamente su toma de decisiones quirúrgicas, hasta entonces sólo fundamentadas en lo macroscópico (8). En el libro «Guiding the surgeon’s hand», Rosai (2) introduce con acierto la historia de la surgical pathology americana, a través del relato de alumnos y/o seguidores actuales de los propios protagonistas. Es acertado conocer, simultáneamente, los méritos y deméritos de las personalidades y/o grupos que, por otra parte, representaban a los hospitales de la Costa Este americana con mayor tradición, con el estilo expositivo pragmático que les es propio por lo general a los autores americanos.

La experiencia de la biopsia por congelación («frozen section») y biopsia «en el acto» (=intraoperatoria) quizás define mejor el espíritu de aquellos pioneros de la propia especialidad. Atribuida a Cullen (9) en Johns Hopkins 1895, los principios de la técnica ya se conocían por la escuela alemana y fue usada en Glasgow en los 1880 para examinar tejidos post-mortem (2). Dos jugosas anécdotas al respecto merecen conocerse. La una se le atribuye a Virchow por su equívoco con respecto al cáncer laríngeo del emperador Federico III (1887) (10) (aunque, los términos usados, pachydermia laryngis y pachydermia verrucosa, podrían corresponder a la queratosis laríngea asociada al cáncer). Y la otra, al ínclito cirujano Halsted, que tuvo que cerrar dada la tardanza de su, no obstante, muy apreciado patólogo Welch en informarle de la primera biopsia intraoperatoria que le mandó (11).

El espíritu de aquellos tiempos queda bien reflejado en la síntesis: «the surgeon-pathologist» (12). Hoy día, ¿quiénes somos los depositarios de aquel espíritu? Los cirujanos y los clínicos se han alejado de los laboratorios de patología. Parece que ya no florecen los Halsted ni los Haagensen. Halsted fue considerado un excelente surgical pathologist en su tiempo (1890), puesto que era capaz del reconocimiento de las variedades de tumores que resecaba (no sólo los de la mama), sin entrar en el ámbito de los microscópico, pero por lo que también demostró gran interés (11). Haagensen nos ha dejado una obra completa de cirugía y patología de la mama (13), renovada desde 1956 a 1986, muy consultada en nuestros primeros años de patólogo. Otros grandes «surgeon-pathologists», en el campo de la ginecología, fueron el ya mencionado Cullen y Novak (padre e hijo). El libro de Novak, Gynecological and Obstetrical Pathology (14), todavía lo conservo con mucho cariño.

Hoy día parece imposible dominar por completo la clínica dermatológica y la biopsia de la misma; o, la neurocirugía y la neuropatología; o, la ginecología y su patología, por citar especialidades en la que los clínicos tienen una estupenda tradición, aunque nuestros predecesores en esos campos siguieron largos periodos formativos. Por ejemplo, Penfield, antes de llegar a ser reputado neurocirujano, creó un laboratorio de neuropatología y desarrolló técnicas argénticas (7).

La Historia parece que nos está acercando a uno de sus ciclos. ¿Quién no ha oído de la posibilidad que los grandes hospitales o clínicas se organicen por Unidades de Especialidades, o Unidades de Patología ó Institutos? Los grandes departamentos de Patología ya cuentan con subespecialistas que entendemos participan estrechamente con sus clínicos en las decisiones diagnósticas y terapéuticas. Pero, ¿y si esos Institutos quisieran tener dentro de sí su propio patólogo independiente del Departamento Patología? ¿Cuál sería el tipo de formación o training para estos «súper-especialistas»?

Por experiencia propia, encuentro fascinante y muy estimulante encontrarnos en el cruce de caminos que constituyen el conjunto de las especialidades médicas, que nos otorgan un puesto en la mayoría de los hospitales de «generalistas». Pero, tampoco sería aburrido estar en el centro decisorio de una clínica de una sola especialidad médica con suficientes pacientes.

La biología molecular o la búsqueda submicroscópica. Los precursores de esta «nueva ciencia» no tenían relación directa con médicos ni cirujanos. Eran físicos o químicos, como Perutz, Astbury, Pauling (15), que estudian la estructura atómica de sustancias biológicas mediante difracción de Rayos X. A Weaver (16), en 1938, director de la Fundación Rockefeller se le atribuye el haber utilizado por vez primera el término «biología molecular». El enfoque se hacía sobre las grandes moléculas, como son el ADN, ARN, las proteínas y los polímeros, y más cercanos a nuestros días y a nosotros, el énfasis se está poniendo en la genómica humana, para tratar de explicar la fisiología y el fenotipo tumoral.

Los patólogos hemos dedicado históricamente gran parte de nuestro tiempo a la búsqueda de una explicación sobre el cáncer: Virchow, atribuyó el origen de todos los tipos de cáncer a la célula del tejido conectivo; Ewing, lo atribuía a la irritación o inflamación crónica; Stout, es uno de los fundadores modernos de la clasificación e histopatología tumoral, iniciando los fascículos del Instituto de las Fuerzas Armadas (AFIP), y pionero en utilizar el cultivo de tejidos para observar el potencial de diferenciación de la célula tumoral (7) Y Pierre Masson, que argumentó sobre la naturaleza de numerosos tumores y sintetizó en su obra Tumeurs Humaines (1956) lo conocido hasta entonces (17).

En los últimos 10 a 15 años hemos buscado cuales eran los factores pronósticos de los tumores, y cuando el tamaño, ganglios regionales afectados y las posibles metástasis determinadas (pTNM) nos ha parecido que eran demasiado rudimentarios, hemos ido incorporando a nuestros informes nuevos parámetros. Hall y Going recogieron en1999 un total de 424.387 entradas que relacionaban cáncer y pronóstico, de una sola revista (Histopathology), y efectuando un análisis de las conclusiones de los mismos y su valor predictivo para modificar las pautas terapéuticas, resultaron ser escasos (18). Otra publicación anterior concluía similarmente con respecto al p53 (19).

Desde los seminales trabajos en los años 60 en los que se demuestra la capacidad oncogénica de los virus (20), de los genes celulares (oncogenes) (21), y del estado así-llamado proto-oncogén (22), el cáncer es reconocido como una enfermedad genética (23). Desde la perspectiva diagnóstica, las translocaciones cromosómicas son las que más interesan. Siguiendo el modelo de la leucemia mieloide crónica en la que hay una translocación recíproca entre los cromosomas 9 y 22 (24), se han investigado numerosos tumores sólidos y también se han encontrado translocaciones (25). Ello ha hecho pensar si esas alteraciones genómicas de fusión que expresan proteínas quiméricas llamadas transcripciones o copias (transcript, en inglés), no serán marcadores más específicos para los tumores que los que hasta ahora son la histopatología y la inmunohistoquímica. Pero, al igual que ha ocurrido con los marcadores fenotípicos (inmunohistoquímicos), tampoco ha podido ser demostrado que los genotípicos sean absolutamente específicos para un tipo de tumor. De Álava aborda el tema ingeniosamente: «transcripts, transcripts, everywhere» (26). El tema no es baladí; no sólo se trata de la especifidad de tales transcripciones para una familia de tumores de bien reconocido comportamiento maligno, aunque con posible variable citomorfología y expresión fenotípica, sino en otros, como el tumor de células gigantes del hueso (27), que también puede tenerlas, pero cuyo abordaje clinicopatológico no es el de un tumor maligno. Tiene interés estar avisados de las paradojas que nos pueden plantear estos nuevos hallazgos (28).

Nosotros hemos vivido un caso de infiltración linfocítica B de piel de la espalda en un hombre de 75 años, que se ramificaba siguiendo mayormente los tractos vasculares hasta la dermis profunda, expandiéndose en la superficial, pero formando folículos, sin afectar la basal epidérmica, bcl-2 y bcl-6 (+) en los folículos, sumándose células plasmáticas y numerosos eosinófilos, lo que sugería picadura de insecto. La positividad a bcl-6 y un alto índice Ki67 nos obligó a pedir un estudio molecular y consultar a uno de nuestros más destacados expertos, nacional e internacionalmente, en linfomas. La opinión de éste era también compatible con picadura de insecto, pero el resultado molecular fue t(14;18) bcl-2 con reordenamiento biclonal. Todo ello lo incluimos en nuestro informe adicional, avisando al clínico de la necesidad de una estrecha vigilancia del enfermo. Revisada la literatura, nos encontramos que la t(14;18)bcl-2 y el reordenamiento biclonal , u otros reordenamientos, se pueden encontrar en una proporción de tejidos con hiperplasias linfoides, que oscila del 5 al 30% (29,30,31).

Todo lo expuesto nos trae a un principal punto de esta misiva: la formación de los patólogos de este siglo. Surgen dudas en dónde hay que enfatizar el curriculum ¿Hacia la patología molecular o hacia la celular-histopatológica? (32). Antes, conviene recordar, que el dilema está planteado, en buena medida, por el papel que tenemos o tengamos que representar en la Oncología del futuro que, por nuestra Historia, es un legado importante. Rosai nos ofrece una fábula, «on birds, genes, and cancer» (33): nos dice que puede ser relativamente fácil asociar una secuencia genómica con los colores de las alas de los pájaros, pero aquella por la que estos animales vuelan, todavía pertenece —quiero entender— a la criptología.

El tema está en si el patólogo quiere tomar la función de diagnosticador, o, de asesor oncológico, investigando cuales serán los parámetros de interés pronóstico y terapéutico de los tumores; funciones, que, aunque no necesariamente incompatibles, todos sabemos, es difícil encontrar el tiempo para hacer las dos cosas bien. Y, por otra parte, antes de abandonar el microscopio óptico y la hematoxilina eosina, conviene estar muy atento al progreso que están llevando a cabo otras disciplinas médicas, como el PET (positron emission tomography) cuyas perspectivas en el campo oncológico compiten teóricamente con las nuestras: características tumorales, grado, estadificación, recidiva, y respuesta al tratamiento (34). Indudablemente, la exploración funcional puede significar una ventaja sobre cuando ya hemos extirpado el tejido de su entorno metabólico (que es nuestro caso). Por otra parte, el tratamiento bio-terapéutico no necesariamente va a ir a la zaga de que nosotros hayamos conseguido los perfiles génicos y/o proteómicos de los tejidos tumorales (35), una vez que se conozca el diagnóstico. Así, el tratamiento con anticuerpos ad hoc podría ser administrado tras un ensayo con radioinmunocomplejos para visualizar el target antigénico específico (36), sin necesidad de extirpar el tejido tumoral.

La autopsia o los fundamentos de la correlación anatomoclínica. Por múltiples razones, los estudios post-morten ya no son el centro de la actividad del patólogo hospitalario. Los grandes avances en otras tecnologías médicas han conseguido disecar en vivo la mayor parte de los procesos patológicos. Y el gran legado de los anatomopatólogos del siglo XIX, unos clínicos y otros anatomistas, sentaron las bases de la medicina científica, tanto a nivel de sistemas como a nivel celular. Y así, por ejemplo, las técnicas de imagen y bioquímicas diagnósticas han sacado un gran provecho de tales conocimientos. ¿Qué nos queda a nosotros por hacer? Desde luego ya no vamos a encontrar hallazgos no previamente descritos, y la mayor parte de las veces los diagnósticos clínicos poco se alejan de los nuestros. El tema está adonde se dirijan los objetivos fundamentales del hospital donde se trabaje. El control de calidad de la actividad hospitalaria quizás debiera de pasar a un departamento independiente, siguiendo directrices de un órgano superior que vigile la calidad global de la medicina hospitalaria de un país. Para tal actividad se requerirán patólogos dedicados a tiempo completo al estudio de la mortalidad y la morbilidad de los hospitales. Quizás debiera de modificarse el abordaje convencional de las autopsias, tanto el estudio documental como la disección, e introducir estudios bioquímicos, moleculares o atómicos, y virales que fueran más allá de los conocidos hallazgos histológicos. El enorme coste económico que conlleva la medicina moderna, con su sofisticada tecnología, necesita de un análisis minucioso para conocer su rentabilidad. No puede abandonarse un cadáver sin investigar si los procedimientos hospitalarios contribuyeron o no a la modificación del curso de la enfermedad; o, si las costosas farmacoterapias han influido positiva o negativamente sobre la misma. Contrasta, por otra parte, el sofisticado nivel alcanzado por la Oncología diagnóstica y terapéutica y la poca atención que se dedica a los estudios de los enfermos oncológicos terminales.

La citología diagnóstica. También la escuela alemana del siglo XIX había usado la punción como medio de obtener material para el estudio microscópico. Es notable que un destacado cancerólogo de su tiempo, como fue Ewing, hubiese objetado la práctica de la biopsia incisional o la práctica de legrados. Pero el resultado de tal negativa abrió el camino para la biopsia por aspiración, como un compromiso entre el dictado de Ewing - que era el director de su hospital - de no abrir una vía quirúrgica cuando la piel estaba intacta sobre el tumor y, sin embargo, la necesidad sentida por otros miembros de su departamento de conocer el aspecto microscópico del tumor (37). Su sucesor en el Memorial Sloan-Kettering Cancer Center dedicó un amplio capítulo a las ventajas y desventajas de la punción-aspiración de los tumores (38).

La excelencia de esta práctica de la patología reside en la sagacidad y experiencia de los citopatólogos puesto que, aunque en las preparaciones (extensiones, punciones) citológicas también pueden llevarse a cabo estudios inmunohistoquímicos e hibridación in situ, mediante tinciones de muy poco coste económico, se pueden conseguir diagnósticos en muy corto tiempo, lo que les da a estos profesionales un papel central en el diagnóstico oncológico. La práctica se fundamenta en el arte de la correlación, tanto por el conocimiento de la histología de los tumores, como por el de la clínica y el de la medicina de la imagen y, naturalmente, su rendimiento diagnóstico es mayor cuanto más en equipo con los demás especialistas se trabaja.

Epílogo: os pido licencia a todos, jóvenes y menos jóvenes colegas, que ya que esta carta es una conversación abierta, como síntesis o conclusiones os ofrezca volver sobre las mismas palabras que generosamente me habéis permitido compartir con vosotros.

   

AGRADECIMIENTO

A Mercedes García Aznar por la preparación del manuscrito.

   

BIBLIOGRAFÍA

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